Amores Cimarrones




Figuran en esta obra seis mujeres de significación en la vida de José Artigas: tres de ellas de su misma sangre – la abuela paterna, la abuela materna y la madre – y tres de sus amores; no los únicos, pero seguramente los principales. Faltan otros nombres, que no han sido incluidos debido a la casi absoluta carencia de documentos y referencias históricas, que hace prácticamente imposible decir algo sobre ellos. Se trata de un obstáculo no menor para una novela histórica, ya que ésta, aunque una trama ficcional, debe contar por la fuerza con algunos asideros fácticos que la hagan posible. Así pues, he dejado fuera de estas páginas a las dos mujeres desconocidas con las que José Artigas tuvo a Pedro Mónico y María Escolástica, respectivamente; a Matilda Borda, la pulpera con la que tuvo a Roberto, y a Clara Gómez, la que habría sido en tierra paraguaya su última pareja, y con la que habría tenido a Simeón.

La importancia de las mujeres en la vida de Artigas fue, sin lugar a dudas, profunda, compleja y perdurable. Para la historia, en cambio – al menos para una historia oficial estructurada desde prácticas discursivas y modos de objetivación que han tendido a ignorar o minimizar a la mujer como sujeto de transformación- parece haber sido prácticamente nula. Sin embargo, ellas han estado ahí. Ellas han presenciado los mismos acontecimientos, han contribuido a crear la urdimbre de sus significados, y según creo, se han hecho inolvidables – cada una a su modo – para el hombre de carne y hueso que en esta novela las une y las convoca.

Durante mucho tiempo me he preguntado, casi con una suerte de obsesión, por la huella de estas mujeres en la vida de Artigas. A través de la investigación histórica encontré algunas respuestas, casi todas indirectas, casi todas desesperadamente escasas; sin embargo el ambiente, la época, las creencias y las costumbres, todo estaba ahí, latiendo y señalando, como un gigantesco rompecabezas desparramado. Faltaba tender los hilos, descubrir las conexiones, las coincidencias, las sincronías del entramado. La creación literaria me permitió imaginar y compaginar el resto, o por mejor decir, intuirlo, dejarlo crecer, y desplegarse en mí, lo mismo que las ramas un árbol. En definitiva, me propuse recrear el alma, la raíz, el sentimiento y también la razón que alentó en estas mujeres, sin mengua del rigor histórico allí donde este debe ser respetado.

Por otra parte, la honda influencia femenina en todos los procesos revolucionarios del continente americano es innegable. Parafraseando a la escritora venezolana Teresa de la Parra, ellas “son las abanderadas de este sentimiento de encono que está pidiendo a gritos una protesta. Como lo demostrarán en la Independencia, bajo su exterior lánguido tienen un alma de fuego lista para todas las exaltaciones, todos los sacrificios y todos los heroísmos […] Las mujeres asisten a los comentarios, a la exposición de nuevas ideas, a todos los gérmenes de revolución que van creciendo a puerta cerrada en las salas y en los patios de las casas principales. Allí, en la tertulia ellas fustigan a los hombres con sus observaciones personales y sus palabras vehementes […] Ellas han tejido con su abnegación el espíritu patriarcal de la familia criolla y al pasar sus voces sobre el idioma le labraron en cadencias y dulzuras todos sus propios ensueños. Cuando llega la Independencia una ráfaga de heroísmo colectivo las despierta. Movidas por él pasan en la historia como el caudal de un río”. Un río que es, en todo caso, humano. Sus heroísmos no tienen porqué suponer – aunque muchas veces así sea – actos desenfrenados, épicos o gloriosos, sino la llama y simple cotidianeidad de los días y las noches, los sudores y las fatigas, las porfías y los anhelos, los enconos y las ilusiones con las que se labra una vida, como ha sido el caso de José artigas y sus amores cimarrones: los de la sangre y los de la pasión.

Marcia Collazo Ibáñez, 24 de marzo de 2011.