Alguien mueve los ruidos



Una advertencia: el lector que penetre en este bosque u océano que nos presenta Alguien mueve los ruidos, debe saber que no transitará por los caminos del sosiego ni hallará las cosas bellas u ornamentadas de un falso prestigio literario. Se sumergirá en la hondura de un mar o en lo intrincado de la selva donde el ritmo de sus metáforas es incesante y renovado, sin llegar jamás al límite del desborde o la fatiga, pues esa misma sintaxis sincopada, envuelve y hechiza al lector en esa “caída” que como indica el título, lo conducirá a “su” libertad o a “su” abismo. Porque ésta es una poesía abismal. Mar o montaña, aquí el vuelo del verso es verso de altura, su aliento pertenece a una respiración lírica de extraña y rotunda intensidad: la de una poética mayor.

La poeta ha dejado de lado el costado confesional o autobiográfico en procura de apresar la más exacta expresión de las palabras. La única. Por eso es esta una poesía abierta, vital y vibrante, que se proyecta a todos los ángulos de lo humano y del fenómeno de la creación.

Jorge Arbeleche

Invitación


Feria del Libro - IMM
Domingo 3 de octubre - 18 hs Salón Rojo
Presentanción del libro
"Alguien mueve los ruidos"
de Marcia Collazo
Actuación de Pablo Seré(guitarra)
y Jorge Bousoño (gaita asturiana)
Palabras de
William Johnston,
Alvaro Ojeda y Melba Guariglia

Los esperamos

Lecciones de Cacería


imagen con plumas
A Claudio, porque sabe.

no albatros ni gaviota ni la melancolía de un carnaval de jueves veneciano
(sino arrebol de raso y lentejuela, viajero largo de una tierra sin nubes, amante de arcoiris y de un color antiguo que brotó de la tierra
eras de algún lugar de gente risa afuera / sonrisa de centella constelación de orión sobre las siete orillas de sal de las ciudades
venías en el carro de guerra de tu nombre / orillando la fama de aquella orlada nube
de terciopelo azul / entrabas por la puerta mayor del escenario
(ataviado de plumas el que soñó con dios
fino espejo de sombra te divide la piel en dos memorias: una para los días de fiesta, de ponerse alegrías o por lo menos un talante de gala, un vestido talar por donde van temblando despedidas / vibración de garganta miel espesa / o el eterno cuplé
de la cuerda rasposa que te ataba a una estrella
otra para el azul voraz de la inocencia, para nombrar apenas el dulzor maternal
(o imaginar a todos tus amigos parados en racimo de júbilo al borde del camino agitando el color de
una razón de siembra que no pidió razones
después vino tu nombre con su traje de plumas / pájaro de un ayer naufragado entre mesas de bar y madrugadas / tinta nudo de chispa levanta la palabra como una mariposa
te regala una historia para que me la cuentes / todos las cosas están aquí de pie
esperando tu paso con los ojos abiertos
(yo solamente te quería pensar

La edad del oro

Aquí se pasea la muerte, a lomos de un sol cansado.
Una américa larga yace como jaguar herido, los ojos achicados
contra la lejanía de un caribe revuelto,
mientras los golpes cortos se suceden, música de ultratumba
para la sed minada de mineros.
¿Saben los ojos de ese jaguar de jade del peligro dorado que le ronda
la entraña? ¿Sabe del duro acecho
que circundaba el hueco de oscuridad candente, allí donde los dedos
desnudaban muñones en pos de las esquirlas?
La garganta segada de su virtud del aire ya no podrá decirlo.
Ha caído el estruendo de la depredación, sacrificio calcáreo de silencioso aullido.
Después vino el estambre de fuego adelgazado, que acariciaba
cuellos de reina de las nieves, por si placeres regios o decapitaciones.
El jaguar miró el sol y sembró su estupor en la dorada estirpe de los hijos
delgados de la piedra, en su dolor dolido de antigua profecía.
Vendrá el dios por el este.
Oropel de algún sueño que se cierra
para que empiece otro.

fiera lunar

así decías mientras contabas olas en la línea de sol del horizonte / decías
y tu dedo era el mundo (tu voz sabor a piedra era la exacta forma de
contestarle al mundo / la desnudez que habita en la pregunta
o en el hambre de una fiera lunar que reclamó tu olor / o tu piel que dolía como una multitud de paraíso
el camino fina niebla de polvo se extendía delante como baile de cuervos disfrazados
tu nombre ya a mi lado viajero sibilante de inocencia rastrera
boca núbil de cierva, corazón de amapola ondeaba su blandura en mi costado
casa blanca en el bosque / puerta de caramelo y debajo el veneno
soberbio azúcar verde que bajó por mi lengua
temblor de terciopelo mueve labios de gato en la penumbra
agita una blancura de piernas enroscadas / cierta hondura de mar que se deshace
o el gemido de parto de la bruja
aquí sobre esta tierra se echó a rodar el dado se movieron los dioses
no sonrieron (solamente tu lengua desliza un estallido de adormecido pétalo
por dentro de mi oído como fiera lunar recién nacida / algo lame el olvido de tu nombre
un guardián al acecho por el camino etrusco de mi vientre me arrebata tu nombre
con su manto a la espalda / con su escolta de lobos y aquel ojo vestal
jadeo en la tormenta para decir adiós
nunca más mensajero de la huella del hombre que todavía respira
allá en la oscuridad / que no sabe quien soy ni por qué debería recordarlo
no de madre la mano que me arrancó del sitio donde él vela mis armas
por dónde vendrá el mar para decir de nuevo la memoria del juego de haber sido
o el rastro de una gota de memoria que devuelva el camino / el camino y tu voz
rescoldo del pasado
como si olor a sol recobrara el prodigio de tu antiguo perfil
tu dedo dibujando una cinta de amarillo fugaz entre los árboles

De flora y fauna.


Mburucuyá

la bruja, dedo sacro, le designó un color como de ausencia -señorita de blanco
desplegando la enagua como tibio tentáculo de cadenciosa lengua, un cierto olor a sueño
sepultado, raíces venenosas de otra tierra-, era de flor y fruto su palabra, morbidez de la aurora
en la raya del monte, caracoleo de estambre, pegajoso ritual de mejillas de niña o
los labios abiertos, peligrosa (aparición de nadie tocada con la piel de todas las memorias y de ninguna madre,
parecida a si misma por lo tanto
(bruja india masticó los sonidos, los meció en la hondonada de la lengua y escupió la palabra como una salamandra: dijo mburucuyá / de esa boca mitad filo de piedra,
cavernosa corambre de acechar en lo oscuro, salió el fruto prohibido / dijo mburucuyá
y ya era nombre
una extensión de sí por el aire aletazo, desfloración de piel los pétalos abiertos, la promesa (para el ritual el padre preparaba las tazas
en el costado de un gran barco de niebla / infusión de las hojas, barro que lo acunaba
le entibiaba las manos, decía su secreto / el barco orilla el monte / bruja lengua de pasto lame el viento

A caballo de un signo


La casa de la vida

mi casa era esta tierra
pero esta no es mi casa
anduve por pasillos inundados de agujas excrementos gasoil y siliconas
golpeaba a cada puerta preguntaba nadie te conocía
en las habitaciones se amontonaban ojos de mujeres y hombres
latiendo se tendían por los hilos de sol detrás de la ventana
y había rastro de edades de una guerra y el gorgoteo pálido
de sudor a caballo entreverado
pasaban procesiones de santos y mendigos verdugos sacerdotes
levantaban tribunas declamaban
-los santos y verdugos eran los más fervientes oradores-
y por la noche el ruido
tu casa entera caía de rodillas hacia el grito asombrado del naufragio
gemía como un búfalo herido en espantado celo se escoraba
mi casa era esta tierra
pero esta no es mi casa

- II -

de pie sobre las horas un ojo de neón entre la multitud
yo velaba tu puerta y esperaba
esperaba el anuncio de las aves marinas sentadas a tu sombra
un estallido de furiosos profetas en marcha por los campos
y el regreso triunfal de tus muertos de olvido a paso de gangrena
anunciando la aurora boreal de tu llegada
pero te demorabas preguntabas
¿quién se atreve a reclamar así por la dueña de casa?

- III -

entonces derribé la última puerta
me arrastré por tus venas hojarasca de vidrio piedras falsas
busqué tu corazón con el sigilo ardiente
de un cazador furtivo
y encontré solamente los olores que encorvaban la espalda entre tus piernas
el miedo empalagoso de farolitos rojos
la urgencia de tus clientes taconeando con sus botas crujientes a la puerta
bien puedes recordar señora tiempos de campanario
por donde convocabas la piel de las semillas
cuando de buena tierra nos parías y nos echabas a ganar el pan
agitando tu adiós desde la puerta rigurosa negrura acrisolada
de planchado y molienda
la vida era una hueste de bestias luminosas
y la sencilla muerte
apenas un temblor
como lavarse el cuello sobre el pozo
alguna madrugada

Los pájaros

los pájaros
posados en las ramas de tu casa de sueños
inmóviles callados como el cuervo de Poe
tu dirás “no les di el gusto de preguntarles nada”
y te reirás después y sin embargo
tras el cascabeleo de esa risa los pájaros regresan
invencibles tribunos desafiantes
y se posan de nuevo tú asomas la cabeza sobre la chimenea
y el cielo es un vestido desgarrado los bordados le cuelgan
se desgranan “mi madre lo bordó”
tu casa era un temblor en el pecho del campo
de pronto te escondiste y escuché los cerrojos de la puerta
adentro resonaban las cucharas prontas para la cena
mientras tus manos alineaban muñecas de cabellos plateados
tacitas para el té
acá afuera la luna llueve sobre las ruinas
¿no vas a preguntar si están ahí los pájaros?

Lugares azules

pero entre los escombros del sueño que soñaba
quedaron implacables cosas muertas
y recordó ese mundo
del que volvía errante
resbalosa la piel de sudor de ojos verdes
y la sangre que roe sin respirar apenas
tres veces fue la madre caminando hacia el sueño
tres veces no me llama por sobre la borrasca
los hijos permanecen con los ojos abiertos
en lugares azules de nombres olvidados
no se turba ninguno no vuelven la mirada
desprendido de espíritus revueltos
el pie tienta y avanza
mientras resbala el mundo en jirones de leche por los dedos
y al traspasar la puerta se perdió en el abismo de otro sueño
¿dónde empieza la orilla
en el mar o en la arena?
alguien habita el bosque que sorprendió al durmiente
escapar hacia el sueño por avenidas blancas
abrir todas las puertas que dan a la tormenta
cerrar el libro con un dedo de plata
pasar frente a un hechizo
cuando apague las lámparas
no contaré jamás cuánto me sueño
ni cuánto me despierto

Memoria de las lámparas

se aparecen de a uno o en multitud vestida de domingo
entran por la ventana con aire de familia y a veces prenden lámparas
por si alguno se olvida de sacudirse el miedo a la memoria
se vienen de visita sin aviso
alguien pone la mesa
y extiende los retratos como cartas de póker
hay que atreverse entonces a mirar
como por sobre la cabeza de aquel muerto
aquí estoy yo, de pie bajo la parra
o de botas de goma al borde del arroyo
y mi hermano está allá
en mitad del camino con el rifle a la espalda y cantimplora
rumbo al Cebollatí
en tardes de tormenta se deslizan tronantes
sobre el techo ruinoso del silencio
irrumpen calcinantes en mitad de la imagen de un abuelo
de overoll entre hortensias
o señalan el pecho de mi abuela
balcón de altas ventanas abiertas a mi nombre
de vez en cuando escapan prófugos tempestuosos
cocean bajo el polvo conspiran
se impacientan
se aparecen de a uno ciertas noches
como antiguos amantes
regresados en gozo a la memoria azul
de los zaguanes

Posdata

hay un bosque sembrado del paso de mis muertos
mis amantes mis hijos
mueven la telaraña de una rama
dicen la huella de una mano de pluma
devuelven un silencio
andan en mapas de hojarasca y corteza
van por el mundo y viven
o no viven algunos
se asoman sobre el tiempo me saludan si quieren
alguien guarda mi foto o un mechón de mi pelo entre sus libros
todos de tarde en tarde me detestan
irrumpen en mi casa ciertas noches echan abajo el sueño y el sonido
en el filo del alba abandonan sus trajes
caracolean sonrisas con ojos como anémonas
se marcha cada uno por su lado
en verano se olvidan de mi nombre

hay un bosque sembrado de voces de mis muertos
mis amantes mis hijos
todos preguntan miran se impacientan
me reclaman un mundo de donde nunca vuelven
la profecía de un signo
una orilla goteante de palabras
la cifra sideral de lo no dicho
mientras ellos aguardan o no aguardan
mientras ellos asaltan los caminos
y cabalgan a lomos de su historia
soberbios peregrinos
en la mitad del pecho me asoma un bordoneo de campanas hundidas
una danza de abejas extraviadas
por lo que no les dije
todavía

Mareas

siete veces soltamos en silencio las redes
siete sueños sedientos recogimos

por encima la mar y el rugido del cielo
por debajo se encrespa la impaciencia del miedo
con sus cabellos verdes
a lomos del silencio

navegar sin memorias cardinales
lanzar al mar la brújula
desnudarse de esta mísera piel
asaltada sin pausa por el salobre signo

Palabras espumosas

al pie del pensamiento se me tiende el umbral
de una casa sangrante de palabras
por la que voy cerrando puertas al incendio del día
todo lo conocido permanece con los ojos abiertos
bajo cuarenta grados de delirio
y el umbral no está aquí ni afuera ni debajo
sin embargo en su centro todo un jardín furioso despereza tentáculos
crepita por los muros
desordena las sílabas y con arisca lengua
explora los contornos de la idea
el umbral no encontrado resbala su sonido con despaciosa sed
bajo las puertas
busca entre los andamios de papeles y tinta
la abolida legión de palabras que bajan por mi lengua
de pronto una saltó desde la tempestad de la garganta
y estalló en alarido calcinado
entonces me lancé contra las puertas
pero ellas escaparon como gacelas blancas hacia el día
desde los siete puntos cardinales caían las murallas de mi cuerpo
un mar vino a saberme con su armada invencible de memoria
y arrojó entre mis piernas palabras retorcidas espumosas de parto
sentencias de ojos muertos
secretos desplegados como dioses desnudos
temblando en el jardín
ebrio de pensamiento
un fruto azul se abrió
para mi oído

El nombre de la vida

tu nombre es una herida punteada de salitre
que llevamos nosotros navegantes desnudos
paganos habitantes del agua y de la piedra
tu nombre es este barco
erizado de torres y ciudades revueltas
por sobre el horizonte de tu cuello tendido
el grito del vigía se desangra en lo alto
y acá abajo te crecen las carcomas del sueño
las leyes de difuntos
el combate de amantes bordoneado de semen y dolorosa arena
este barco es tu nombre y es una lanza hundida
en la tierra tomada de tu vientre
por encima del vasto lecho azul en que nos colocaste
soplas en nuestras bocas con tu furia blanquísima
y corremos y nos abalanzamos hacia mares ocultos
y nos amamos ciegos a puras dentelladas
bajo todas las formas de la miel y la hoguera
por tu preciso nombre nos amamos a muerte en las batallas
las mujeres te alumbran con las piernas abiertas al naufragio
los sacerdotes y las sacerdotisas cantan tus profecías
los pobres te celebran en mesa sin manteles
con cuchara de frío y pan de nieve
nos hemos entregado a tus dedos lascivos
y escalamos tus pechos en busca de la lechosa luz del día
somos obreros de tormentas escultores de tumbas
para encerrar lo negro y echar abajo el muro
pero vamos cayendo de uno en uno al pie de tus almenas
cuando estemos dormidos suéñanos en un sueño
y echa a rodar el ancla hacia la tibia orilla
cuéntanos una historia de poder y de fiesta de escándalo y milagros
en que seamos todos
el más perfecto pan que has amasado

El espejo quebrado

una colmena tomada por luciérnagas, un páramo de asombro y el asombro
derramado en el hielo, ciudad rumbosa de centelleantes ruinas y estoy en
soledad sobre la luz, la cortesana errante, mohosa de espesura, se
contemplaba en mí, enroscando esa pluma de reina de las nieves, aquel
pliegue insolente del cabello, gelatinosa boca, los ojos resbalosos de
lentejuela y lápiz y el pie - cornamenta y marfil, cobarde pez- deslizándose
apenas para quebrar la superficie trémula, caliente vaho de caballos
blancos, en cuyo fondo mi corazón temblaba,
yo el embrujado de toda desnudez en danza de festoneado vientre, para mí
se envolvía en banderas de atardeceres rojos
pero volvieron las agujas de relojes en vela, veleidosas, alguien llamó a la
puerta y un ángel desolado vino a vagar en torno de su lámpara mientras
ella, meneante, se pintaba los labios, furiosa se pintaba
se ahogaban los sonidos en el fondo de cajitas acuáticas, una, dos, siete
veces los relojes rampantes, pero llaman y llaman a la puerta, no te irás a la
sombra mohosa que no sé, que no veo
la sombra te devora, me devora, te suprime y me asalta
y estalló en mi reflejo la ríspida tersura de ese cuello mientras la cabellera
reluciente caía, vidrio guillotinado, untuosa rebeldía, tajo de luz lamiendo
lo granate y dulzón de esa humedad rajada.

Con galia y entre flores

ellas y vos vestidas de ocho años oficiaban historias
y hacían venir leyendas al pie de los naranjos
dibujaban designios en la tierra
y pasaban después en carretilla
empujando por turnos entre gritos
ellas y vos la misma sentada entre las tunas
una mano apoyada en la mejilla y en el pelo pelusas panaderos
flores de sangre y cielo contra el pecho
no te sorprenderías de tan verde recuerdo
si volvieras ahora caminando
¿y si te colocaras en el ángulo blanco de este sol
y si me derramaras la multitud del tiempo de tu ausencia
en mitad de la cara?
así las manos largas de esa sombra de enero
me habrían dejado allí como en un cuadro
"Con Galia y entre flores"
y el pasado detrás
inocente feroz
iba a decirte
a lo mejor espero y te lo digo

Abuela de hojarasca

vas murmurando y deshaciendo cáscaras cortezas celebrando conjuros con
el musgo que en la noche crecía al amparo de los húmedos signos que nombrabas
la punta de tu vestido negro desciende en línea curva hacia este ayer
de salamandra y pan desde el que miro
abuela
en la hojarasca latía la gota de resina envuelta en compasión de anhelo
amante por la araña que tejía en rocío y en tan callado ruido tu palabra
te sentabas debajo de tu reino a contemplar el sorprendido paso de la aurora
tu ojo verde ya vuelto hacia el viento del norte por donde va estallando el
polen la tierra recostada a lo tibio de tu falda el chistido de búho de una
rama al quebrarse
en agosto era el agua plateada de la lluvia
cayendo en tus calderos
los ponías a esperar a la puerta
sedientos vigilantes su redondez rotunda
acaricia de luto la memoria de una tarde extendida en el aire como un
guante
no sonrío
me miro en el espejo del caldero y desde el agua sube la dentellada suave
olorosa a aluminio en la concavidad de los secretos una revelación
era tan niña y sin embargo
yo vi
en cambio tú escuchabas
el mensaje fue siempre para ti
pero de uno en uno
como pájaros negros que se van los años alzan vuelo y me dejan caer
la urgencia de un camino casi una cacería
un rastro de rituales bajo la luna llena
colócame una luz en la ventana
por si la lluvia
por si no me reclaman

A caballo de un signo

alguien me lo contó lo supe de algún modo
y vengo
de palabra en palabra
como de piedra en piedra a deshacer
esta noche la voz entró volando en la oquedad del tiempo y del espacio
y se tendió en la letra como sobre el escudo de un guerrero vencido
a desdecir la línea de la rosa el nombre
la inquietud del silencio que no se sabe rosa
el tiempo es un andamio hacia la noche por donde voces muertas
van trepando hacia el centro de otro signo
la piel de una verdad que se escribe y se borra
galopa hacia las olas y desanda el camino
ley de las doce tablas se desploma rugiendo
escrituras sagradas en rollos de carnero
ciudadelas de letras bibliotecas sitiadas
abandonan su lengua todavía no quieren confesar
y alguien dirá que mienten sin embargo
melodías de cuna canciones de batalla
sin carmelas ni lunes ni cielitos
serenatas al pie de los balcones
desandadas de noches por donde va la luna afilando cuchillos
manuscritos que lloran a escondidas
todo se eleve y salte
cabeza de diamante en avanzada
hacia la línea blanca del círculo polar
de piedra en piedra vengo
de palabra en palabra
a caballo de un signo

Piedra Libre.


Piedra escrita

Bajo la piel de piedra temblaba una escritura.
Levanto las estrías como pétalos, pluma de sangre para no haber sabido.
La escritura no sabe que en esa piedra se derramaba mi azarosa infancia,
el eco negro de su campanario. Ese viento y su voz
desapacible se me caen al pie de lo desnudo. Huyeron ojos ciegos
por el borde. Nadie me explicará las razones sin dedos de la veta de piedra,
su orfandad de prestarme acaso una ventana para decir mi vida,
o toda vida que vino alguna vez a tocar puerto en mi costado
de lanas nocturnales.
Descifro el pliegue blanco de esta corteza dura.
Debajo un palomar crepitaba en su espuma de cáscara de cuarzo,
casi huevo, sudor de nigromante.
Y más abajo se acostaba el mar sobre el sexo erizado del desierto,
desenvolvía voces diminutas, cacareos de un pájaro quebrado.
Exprimida la orilla de la piedra, queda un temblor de letras
sacudiéndose al aire la cabellera antigua, como claror de peces.
Desapacible es la escritura. Región de otro diluvio, de cuando las historias
vaciadas de su centro, sin huella de mi huella,
ojo vacío de callado gemido donde no puedo ser
sin dejar de escribirme.

Rituales

Adentro de las luces, los rituales sagrados del despojo,
vidriería templada para el viaje mesiánico de un gran espejo en fuga.
¿Dónde estaban entonces los deseos?
Acaso martilleaban su grito de orfandades gloriosas para oído de nadie,
para su solo infierno de mecerse pidiendo, tan a oscuras.
Adentro la vorágine de la ciudad de dios preñada de colores y de tiendas,
línea de las trincheras por sed de mercaderes.
Afuera la acechanza de las alcantarillas, el rumor del osario que el gran dedo apartó
de su costado.
Nadie levanta el velo de vidrio acribillado,
nadie mira debajo de la mesa, o sobre los aullidos de la danza frenética.
Cazadores sin dientes vienen por el tesoro y deslizan sus tarjetas magnéticas
en la raíz carnívora de los supermercados. ¿Dónde estaban entonces los deseos?
Afuera templa el tiempo sus buitres de hojarasca. Sólo el idiota insomne
vela desde el pellejo de las puertas cerradas, amontona despojos
de cuando toda guerra.
Parece que la piedra de los menesterosos no se muere de muerte.
Umbría yace, con su lomo de toro mutilado y aquel hedor salvaje
de la noche en un labio.

El hombre de la arena

Ponía arena en los ojos de los niños. Subía desde una cierta ausencia
de terciopelo negro, luto para nodrizas y muertos de la noche.
Sabía de relojes, no de arena, sino de duro péndulo de bronce,
violador fantasmal de sudores insomnes, de los que pierden almas
o estremecen inocencias oscuras.
Para los que no duermen viene el hombre de arena. La luna dejó su gran color en el fondo cerrado
del ropero, y se sentó a esperar temblando entre las sombras.
Por mares incendiados pasa el hombre de arena,
y los muros se callan. Tiene que estar allí la voz de la tormenta,
tiene que estar allí la salvación de padre, la maldición de abuela,
su escoba redentora aventando las briznas de este miedo.
Pido un sonido, pido un solo sonido.
Que venga el agua para horadar la piedra, su címbalo
de siglos, hasta que sangre el agua y amanezca.

El animal prehistórico

Imposible jinete pretende cabalgarlo. La portentosa talla
de ese animal estigma de la veta coral de la arenisca
se desploma de alquimia sobre los visitantes. La lóbrega caverna
tiende apenas un dedo de advertencia.
No más ensoñaciones para el toro de piedra, el venado de piedra,
la abeja milenaria de dulcísima muerte. Una brizna de
sudor inconcluso cae de los silencios
como una estalactita.

Un café travertino

Estábamos en el jardín umbrío de la mesa, entre flores nocturnas
abiertas sobre el mármol, sus grietas amarillas casi cera de niebla.
La taza ardió de luto y el luto sonreía bajo el latido tibio de tu frente,
ya cómplice sudario para envolver la escarcha del azúcar
que voló de tus dedos como una profecía,
lluvia de fuego blanco de cuando la tormenta.
Qué murmuró la tierra para decir el parto de los granos oscuros,
por dónde la semilla de la inocencia negra decidió su bautismo
de agónica molienda.
Qué manos deshojaron las hojas de esa historia para venir a dar
al pie de esta palabra. Olfateo sin pausa
la cáscara lechosa de la taza, y más abajo aún, por donde no me miro,
olfateo el motín de raíces en fuga, el grito de la tierra moteado de canícula.
Hay una urgencia verde que reclama mi lengua desde su propia muerte,
ahora que te escucho saltar desde el abismo (como un ciervo asombrado
desde su lago helado,
sobre la desmesura del mármol travertino/ y venir hacia mí
desandando el sonido de un sorbo de café deslizado en orgía
bajo la viudedad sin par de la garganta.

Las siete cabezas del rey de los ratones

Había una vez una casa de piedra, un palacio danzante,
movediza razón de cristales cautivos, tiesa relojería
por donde se asomaban cortesanos azules,
y los cisnes yacían en su lago de espejos, breve tumba de claridad mecánica.
Usted era la niña que miraba, y era el ojo que más atrás de la niña miraba,
y la peluca de cristal, colocada en su plinto de primoroso ébano,
y usted era el jadeo de codicia, el deseo violeta de los dientes menudos,
y era el susurro de esos pequeños dientes para después del gozo,
para antes de la fiebre, infancia escarlatina, tibio plumón de sangre.
Por debajo la garra que exploraba la seda de los muslos, la corona de plata y el latido. Acuérdese del tiempo
de cuando toda infamia disfrazada de madre, de caudaloso lecho
y aquel olor a lengua azucarada. Cierre los ojos
y desnude el silencio, para cuando el tumulto de feroz inocencia,
de nunca más y siempre,
de perversa tersura almidonada.

La ola

pero está todavía
temblando en el oído/ el incierto sonido de la ola
del eterno retorno (y no será posible callar la lengua antigua/
la que cae en el ruedo de un silencio espantado/ acaso adormecido
si se desploma el tiempo sobre el lento regreso de la ola
si están todas las cosas esperando de pie bajo el dintel del día
con un furor de redes caracoleando el pulso de aquel clarín de guerra
de aquel tambor de guerra que tocaba a rebato/ para la arena
para los leones
si hay que salir lo mismo/ a pesar del estruendo de piedra de los dientes/
porque retorna el tiempo sobre esa negra ola/
la cuestión es entonces dejar de sentir miedo
meter el miedo como una bala negra en el ojo infinito de este fusil de tiempo/
dispararle el aullido/ como para romperle los huesos a la muerte.

Sobre la filosofía, la identidad y la literatura latinoamericanas


El poeta cubano Roberto Fernández Retamar narra que en 1971, un periodista europeo le preguntó: “¿Existe una cultura latinoamericana?”, interrogante que le sonó a algo así como “¿Existen ustedes?”. La respuesta de Fernández Retamar estuvo dada a través de un libro: Calibán o Apuntes sobre la cultura de nuestra América[1]. Ciertamente, parece evidente que poner en duda nuestra cultura es dudar de nuestra propia existencia, porque ¿cómo dejar en suspenso a la una sin condenar a igual destino a la otra? Este artículo tratará, en congruencia con las líneas iniciales, de interrogantes: ¿puede hablarse de un pensamiento latinoamericano como posibilidad de un discurso propio sobre el mundo? ¿Puede hablarse, desde igual punto de partida epistemológico, de una identidad y una literatura latinoamericanas? Y ante todo: ¿es lícito plantearse semejantes preguntas, que acarrean inevitablemente una sospecha de negación o, en el mejor de los casos, de mutilación?

¿Aventuraremos una respuesta? No ciertamente desde aquí. La intención no es contestar –tentación siempre presente pero en todo caso inconducente a nuestros fines- sino en todo caso problematizar el hecho mismo de las preguntas, desde la perspectiva de la historia de las ideas en América. El abordaje metodológico estará dado en el sentido de considerar a la idea literaria, no como idea concepto –acerca de la cual no es posible predicar, negar, afirmar o sugerir nada, dado su estado de abstracción o pureza-, sino desde la más concreta, posible y humana idea juicio, formulada desde un determinado sujeto del pensar que la crea y la comunica, la carga de sentido y le da, por así decirlo, un lugar en el mundo[2].

Paradójicamente, en un continente que se lacera a sí mismo dudando continuamente sobre su valía y sus posibilidades de autenticidad –y esto ocurre particularmente en el ámbito filosófico-, nunca parece haberse puesto en duda la cuestión de su capacidad de creación literaria, sencillamente porque ésta se impone por sí misma, con la rotundidad de su ser en el mundo. La literatura latinoamericana está ahí, como una realidad plenamente palpable de la que no es posible dudar.

Podríamos también preguntarnos si hay un americanismo literario, en el sentido de un discurso que dé o haya dado cuenta de nuestros más hondos problemas y utopías. La cuestión se vincula de modo casi obligado a la identidad de nuestros pueblos y a las ideas enmascaradas o subyacentes en ese concepto, tales como la negación de las alteridades y la unidad en la diversidad, la dependencia externa –y eterna-, la estéril persecución del arquetipo occidental europeo en nuestras formas de pensar, ser y sentir, la desigualdad de clases y de etnias, la fragmentación, el abuso y la injusticia, la pobreza y la opresión.

Sin embargo –reiteramos- en medio de tal entrecruzamiento, la existencia y originalidad de la literatura latinoamericana no parece haberse negado jamás, al punto de que Arturo Ardao[3] ha expresado que “las características que rodean al universal reconocimiento en nuestros días de la literatura latinoamericana, tendrían que ser aleccionantes en el campo de la filosofía”, especialmente si se tiene en cuenta que desde esta disciplina se ha puesto en tela de juicio la posibilidad de desarrollar un genuino pensamiento propio. Así, Augusto Salazar Bondy ha expresado que no habrá verdadera filosofía en América mientras exista situación de dependencia. En contraposición a ello, Leopoldo Zea manifiesta que el pensamiento filosófico es inherente al ser humano dondequiera que éste se encuentre, y se despliega más allá de cualesquiera circunstancia por el solo hecho de poseer ese ser un logos (concepto que abarca la razón y el verbo). Tal debate sobre la posibilidad y la naturaleza de la filosofía y del pensamiento latinoamericano, ha insumido todo el trayecto histórico que va desde la independencia política del continente hasta nuestros días.

Frente a ello, la vasta producción literaria latinoamericana se despliega con fuerza arrolladora ya desde la época colonial, con su carga de recreaciones y significaciones culturales, prescindiendo olímpicamente de las disquisiciones de seres que en el terreno filosófico –y en muchos otros, agregamos- se preguntan ni más ni menos que por su derecho al verbo[4].

Siguiente interrogante: ¿Por qué la literatura puede sobrevolar con tan inusitada fuerza nuestras propias negaciones como americanos e instalarse por sí y ante sí en la creación universal?

Se ha dicho muchas veces, desde los más diversos ámbitos del pensar, que en todo caso la filosofía americana no es universal, sino regional o particular. Leopoldo Zea ha señalado al respecto que, según ese criterio, particulares son también todas las “otras” filosofías: la alemana, la francesa, la española y la griega. Lo verdaderamente universal es precisamente el pensamiento humano y sus interrogantes acerca de los grandes problemas que aquejan a la humanidad; problemas que se presentan históricamente, es decir, instalados en determinado tiempo y espacio. Lo que ese ser piensa sobre sus particulares circunstancias, esto es lo universal. Más allá, por tanto, de una afirmación apresurada que se presta a innumerables equívocos y prejuicios, lo que se pierde de vista -y se pierde a veces irremediablemente-, es el eslabón oculto, subterráneo, subyacente, que por medio del logos conecta nuestro ser más hondamente creador –literario, poético y filosófico- con el ser de cualquier sujeto histórico en cualquier tiempo y lugar. Ni existe un saber objetivo, puro y desinteresado, ni el mundo puede ser pensado como algo fijo o estático, sino en continuo cambio y devenir.

Pero el ser humano parte siempre de sí mismo y de su entorno a la hora de crear, y en ello reside justamente la universalidad de la creación. La búsqueda de respuestas lo lleva a significar su realidad, ordenándola para aprehenderla y para apoderarse de ella, con arreglo a propia voz interior. En ese proceso fatalmente elige, selecciona y relata ciertos hechos, ideas e impresiones, haciendo emerger determinadas significaciones y relegando otras al olvido.

Si podemos conmovernos hasta las lágrimas con el discurso de Antígona ante Creón, o compartir la oleada de venganza sangrienta que embargó a Clitemnestra contra su bárbaro –aunque griego- marido, no es porque las esencias humanas permanezcan eternas y estáticas en todo tiempo y lugar, sino porque sólo a través de nuestra propia y particular vivencia y experiencia humana concreta, en determinada realidad histórica, nos es posible significar y resignificar otras vivencias y experiencias, otras narraciones, otras ideas, por alejadas que puedan parecer de nuestro propio acontecer histórico y ontológico.

Las particularidades de la literatura latinoamericana quedan expuestas en su inmensa riqueza por las mismas razones ya apuntadas: porque la conmoción artística se instala en los sujetos del pensar cuando los datos de su realidad se desploman sobre ellos, abrumándolos desde su misma belleza, tragedia, injusticia u horror. Y ello le ocurre –y no podría dejar de ocurrirle desde que se halla inmerso en el mundo- al escritor o la escritora, a la poeta o al poeta latinoamericano.

El encuentro entre historia y ficción, imaginación y utopía[5] produce una suerte de reelaboración del tiempo, un tercer tiempo colocado entre el mundo fenomenológico y el cosmológico, propiamente humano e intrínsecamente creador, cargado de simbolismo por cuanto aúna mundo y conciencia, alma y circunstancia, intelecto y materia, lo real de la historia y lo posible de la imaginación. Y los aúna en una estructura nueva de sentido, narrada por y para nosotros mismos. Esa comprensión de sentido supone una red narrativa tejida por individuos y por comunidades, tan ficcional como real, puesto que se desenvuelve en el ámbito de lo concreto presente y en el de lo construido, pensado, imaginado. En suma, en y desde lo creado.

De modo que la literatura no puede prescindir ni de las determinaciones sociales e históricas ni tampoco del vuelo libre e inapresable de la creación intelectual, que por medio del incesante juego de las violaciones, las rupturas y los intersticios abiertos en el horizonte cultural, inaugura nuevos e inquietantes haces de significados.

El arte es el símbolo, el resultado y el vehículo de la creatividad humana, pero su función primordial es esencialmente liberadora, por cuanto permite expresar la inquietud ontológica o la pregunta por el ser, por los bordes del ser que yacen en la penumbra de lo que se deconstruye, por la promesa y el proyecto de un futuro enmarcado en una utopía casi siempre formulada en términos no inocentes, y por lo mismo cargados de los más hondos y ambiguos significados.

De esa manera el arte, y dentro de éste, la literatura, se enlaza con la magia y con el poder mítico y transformador del relato. Desencadena visiones vinculadas a los más profundos temores, inquietudes, dolores y esperanzas del ser humano. Pone en juego nuestra misma capacidad de reacción ante el mundo, a través de su significación narrada.

Toda creación literaria es esencialmente interpretación del y de los mundos, del conocido y de todos los que puedan concebirse o imaginarse. Por ello es también filosofía, aunque ya Borges haya dicho que la filosofía es una forma de literatura fantástica. La literatura desmantela todo discurso y es capaz de reconstruirlo no por la eterna pregunta acerca de las causas últimas de las cosas (que se arroga la filosofía), sino por su irreductible tendencia al desmantelamiento del orden aparente, por su apuesta continua a la deconstrucción de lo dado, por su incesante violación de las reglas del lenguaje y de los códigos de interpretación institucionalizados y ritualizados.

Y lo es, además, porque supone siempre intimidad humana puesta al descubierto, profundamente enigmática y aparentemente inaccesible. En ese juego de acercamiento y lejanía, de mismidad y otredad, de captura y de huida, se desenvuelve el ser de la creación literaria.

Dice Gadamer[6] que toda auténtica obra de arte encierra multiplicidad infinita de significados e interpretaciones. En ello reside justamente su valor creador y su capacidad de conmoción de lo humano.

Pero ¿puede relacionarse esa riqueza hermenéutica con determinados rasgos identitarios? O, dicho de otro modo ¿recoge la literatura latinoamericana los caracteres de eso que llamamos identidad, como narración de sí y como encuentro de lo propio a través de la alteridad?

Para muchos teóricos, la relación de la literatura latinoamericana con la identidad es un fenómeno característico de ésta. Si se coincide, por ejemplo, con el filósofo y poeta cubano R. Fernández Retamar[7] en que el mestizaje no es en América el accidente sino la esencia –y por mestizaje debe entenderse aquí mucho más que el simple cruce genético- parece obvio que la literatura no ha escapado a esa cuestión, convirtiéndose en una fuerza creadora que toma y asume la complejidad de ese mestizaje cultural, político, social y económico, aunque tal asunción está lejos de ser uniforme y pacífica, porque la idea literaria americana, al igual que el resto de las ideas, se enfrenta de continuo a sus propios demonios negadores y a las fuerzas centrífugas que la circundan.

Y se dan así impulsos que tienden a sacar a la literatura del contexto americano, insertándola en el más extendido fenómeno de la globalización, o que pretenden parcelar el terreno, yendo en pos de los cánones europeo-occidentales de creación artística, en desmedro o en rebeldía frente a los más propiamente americanos, o al revés, proclamando con mal disimulado chauvinismo la difusión mundial de un Borges o un Cortázar. Claro que ello no puede significar la caída en el paralogismo de negar la riqueza de toda influencia externa por el argumento a contrario. Y menos puede significarlo en América Latina, que entre los muchos elementos de que se compone, es una tierra forjada por descendientes de europeos –aunque esos europeos hayan caído después en el olvido de lo que un día fue para ellos el refugio de su utopía, tal como el mismo Hegel[8] expresa cuando proclama que América está fuera de la historia, pero que puede aguardarle un venturoso destino-. Al establecer tales forzadas clasificaciones cuyo solo patrón es la medida de lo que entendemos circunstancialmente por razonable o valioso, caemos en el peligro de despojar a nuestro ser de sus propias posibilidades de creación y de transformación, de sofocar su verbo en aras de una pretendida jerarquía escatológica en la que nos dejamos deslumbrar a priori dictados por el viejo arquetipo occidental, erigiéndolo ingenuamente en “modelo de modelos” de ser y estar en el mundo.

Por último, una breve referencia al lenguaje -esa morada del ser como lo expresa Heidegger[9]-. Tal vez el más importante elemento unificador de nuestra literatura sea la lengua, no solamente como vehículo discursivo o instrumento de comunicación –que lo es en un sentido básico-, sino además como parte constituyente de la comprensión del mundo, de la cultura y el ser latinoamericano. Esencial factor de unidad que se impone por sobre las constantes fragmentaciones caleidoscópicas de nuestra realidad política, económica, social y étnica. Lengua española que sobrevuela las lenguas y dialectos regionales, no ahogándolos sino oficiando de lazo subsidiario vertebrador, que determina la designación de los entes del mundo y que participa también, ella misma, de nuevas resignificaciones, al sufrir cambios, adiciones y supresiones constantes, en ese juego de espejos y de signos que es la obra literaria, tan profundamente transformadora del mundo. Desde esta concepción, la lengua y con ella el mundo que podemos aprehender y hacer nacer, no se vislumbra como un mero instrumento de mediación entre entes, sino como verdadero hallazgo de las posibilidades infinitas y todavía inexploradas del ser latinoamericano en su más auténtico sentido creador.

Queda por responder, aún, cuál es el lugar de la filosofía latinoamericana en ese contexto, y cuál su relación con la idea, la identidad y la literatura de América Latina. La serpiente que se muerde la cola no escapará, como imagen y como desafío, a esa circularidad hermenéutica que, con nuestro consentimiento o sin él, nos reclama.

Notas:

[1] Fernández Retamar, R. (1971) Calibán. Apuntes sobre la cultura de nuestra América. Ed. La Pléyade. Bs. As.

[2] Es el filósofo español José Ortega y Gasset quien formula la ya clásica distinción entre la idea concepto y la idea juicio, esta última como verdadera, única y real posibilidad de existencia de un pensamiento. La corriente del existencialismo orteguiano pasa a América a través de la obra y la acción de los transterrados españoles, entre ellos José Gaos y Luis Recasens Siches, y tendrá gran influencia en los primeros planteos acerca de la autenticidad de la idea latinoamericana.

[3] A. Ardao (1987) La inteligencia latinoamericana. F.C.U. Montevideo. Ha sido Ardao, no sólo en nuestro país sino en toda América, uno de los pensadores que realizó los más valiosos aportes para el rescate histórico de la genuinidad de la idea latinoamericana en los más diversos enfoques disciplinarios.

[4] Zea, Leopoldo (1969) La filosofía americana como filosofía sin más. México. S. XXI.

[5] Desde la filosofía y la historia de las ideas latinoamericanas se ha señalado reiteradamente la particular función de la utopía en América, ya no como evasión de una realidad dada, sino a través de la significación de nuestro continente como Nuevo Mundo, tierra de promisión, de oportunidades –esto desde la óptica del inmigrante que ve en América lo que Europa debe o debió ser-, y también como posibilidad histórica y ontológica de cambio –desde el enfoque revolucionario hispanoamericano, primero, hasta los desarrollos filosóficos más actuales, entre los que se encuentra la filosofía de la liberación y la idea de América como lo que puede o debe ser. También en esta dimensión cabe situar a la literatura latinoamericana, tan cargada de símbolos que transcurren de continuo entre la realidad y la imaginación, la utopía y la magia.

[6] Hans Georg Gadamer. 1997 y 1994. Verdad y Método I. II. Salamanca, España. Ed. Sígueme.

[7] Fernández Retamar, R. 1873. Calibán. Montevideo. Ed. Aquí testimonio.

[8] En Fenomenología del Espíritu (1987, F.C.E., México) expresa Hegel que, aunque América se halla aún fuera de sí –o sea, fuera de la historia, por no haber logrado adquirir conciencia de la libertad en sí y para sí-, está llamada a desempeñar un día algún papel relevante en la historia de la humanidad, de acuerdo al desenvolvimiento del espíritu universal.

[9] Martín Heidegger (Ser y Tiempo, 1927, 1967, Halle, Alemania) establece nuevas bases filosóficas para la comprensión histórica, en base al retorno a la ontología del ser. En la comprensión se manifiesta la cosa misma, no su significado. A través del lenguaje, que forma parte intrínseca del ser, no nos dirigimos a la cosa, sino que esta sale a nuestro encuentro. Por eso el lenguaje crea el mundo y somos creados por el lenguaje. Es nuestra casa porque habitamos en él, y todo lo que designamos forma parte indisoluble del logos. Resulta interesante vincular este planteo con el problema de la literatura latinoamericana.

La búsqueda de la verdad y el sentido de lo americano en José Enrique Rodó


Acápite:

En la edición del año 2008 de la revista La Tertulia publiqué un artículo sobre el Ariel de José Enrique Rodó. Vuelvo ahora a su pensamiento desde una visión circular que, más que rodear o reiterar, pretende profundizar y “volver a pasar” por sus ideas, en una marcha en todo caso hermenéutica, reflexiva y siempre abierta a nuevas concepciones.

Hago también un breve –aunque sentido y hondo- homenaje a la figura de mi abuelo, Roberto Ibáñez, quien desde el Archivo de Investigaciones Literarias contribuyó de manera decisiva a la recuperación, análisis, clasificación y publicación de miles de papeles inéditos del escritor que, de otro modo, se habrían perdido casi seguramente en un irreparable olvido.

El nombre de José Enrique Rodó forma parte, a estas alturas, de la historia y de la identidad nacional. Su obra, en cambio, por la fuerza de las circunstancias y por el peso transformador de las mentalidades, parece haber caído en el olvido. Durante varios años en mis clases de Historia de las Ideas en América, al abordar el libro Ariel y realizar la obligada pregunta de rigor: “¿Cuántos de ustedes lo han leído?”, recibí por respuesta un silencio casi absoluto. Hemos naturalizado así en el imaginario colectivo, la figura de un hombre de mirada bondadosa y de poblados bigotes, en la creencia más o menos vaga de que ese hombre es importante y trascendente para nuestra historia; pero no sabemos muy bien por qué, y tampoco nos importa demasiado averiguarlo. En este sentido ha dicho Carlos Real de Azúa (1967:71) que la obra de Rodó es algo así como el Palacio Legislativo: “solemne, mayestática, suntuosa, casi siempre fría. Todo el mundo sabe que está allí, pero la inmensa mayoría sólo la conoce por fuera[1]. El elegante acierto de estas palabras no nos exime de responsabilidad por el aparente olvido en que hemos dejado caer al autor de obras que han tenido y tienen resonancia continental y mundial.

La aludida naturalización de la figura de Rodó es en buena medida ciega y sorda a las profundidades vivas de su obra. Este es, sin duda, uno de los más frecuentes y terribles peligros que acechan a los hombres y las mujeres que pasan al acervo identitario de la simbología nacional: integrados a calles, monumentos, discursos y textos oficiales, han apartados sin remedio de la libre comunicación con el espíritu vivo de las generaciones.

La publicación de Ariel, en 1900, conmovió de manera radical las concepciones de su tiempo a través de la invocación a la América latina y la advertencia contra la América sajona. La obra fue recibida con entusiasmo en los más variados ámbitos disciplinares. En los primeros años del siglo XIX se multiplicaron de tal manera las reediciones que su propio autor perdió la cuenta; y mereció en su momento elogiosos comentarios de escritores y filósofos como Miguel de Unamuno, Juan Valera, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Francisco García Calderón y muchos otros. Y agrega Real de Azúa que ni una sola de las mayores autoridades de las letras iberoamericanas dejó de colocarlo entre los más grandes –es decir, entre gentes como Sor Juana Inés de la Cruz, Garcilaso de la Vega, Andrés Bello, Sarmiento, José Martí, Ruben Darío-[2].

Más allá de tales consideraciones, bueno es detenerse un momento en los propios contenidos de la obra rodoniana, a la manera de quien desentierra los estratos latentes de un pensamiento vivo que yacen debajo del ilustre bronce.

Lo haremos desde su exhortación a la persecución de la verdad y desde su americanismo: de todos los escritores uruguayos de la generación del 900, sólo él se empeñó totalmente en la construcción de una dimensión americana, como señala Martha Canfield[3] -aunque en el elenco de las voces continentales no haya sido por cierto el único-. Dimensión que abarca aspectos o facetas políticas, sociales, literarias, educativas y económicas, todas ellas vinculadas a las grandes y persistentes ideas de unión y necesidad de un pensamiento propio[4]. Tales son los insoslayables rasgos del mensaje de Rodó, que no pueden disociarse de la doble condición de escritor y periodista del autor quien, al igual que José Martí – contemporáneo suyo-, se revela honda y visceralmente preocupado por los destinos humanos, políticos y sociales de América.

Agrega Canfield (2000:19) que su mensaje fue “olvidado, cuando no ásperamente tergiversado y criticado”. Su apelación a la juventud fue entendida como una especie de ensoñación lírica totalmente apartada de la realidad histórica del continente. Se le acusó, además, de imaginar un modelo que respondía al arquetipo occidental y del cual estarían excluidos el indio, el negro y el mulato –además de la mujer-. En cuanto a su idea de democracia, se le consideró clasista, elitista y en fin, antidemocrático. Hay ciertamente en su obra –especialmente en Ariel- una referencia constante a “los mejores”, que no escapa del todo a la influencia filosófica de la Francia decimonónica, la misma que experimentó una virulenta reacción contra su propio proceso revolucionario, no solamente en cuanto a las instituciones políticas mismas, sino fundamentalmente en el campo social[5]. Sólo parece haber tenido relativo eco y mérito su fuerte prevención contra los Estados Unidos, que alcanza tintes de radical confrontación y supone una demoledora crítica hacia el modelo de vida, la filosofía utilitarista y la vocación imperialista del pueblo norteamericano[6].

Sin embargo, una ligera aproximación a la totalidad del pensamiento rodoniano demuestra que, en todo caso, lo que rechina e inquieta en su obra -fundamentalmente en Ariel- está mucho más centrado en la interpretación de los términos lingüísticos utilizados que en la profundidad de los conceptos. En Rodó debe atenderse –desde un abordaje analítico- a lo que se dice, pero también a la forma en que se dice. El particular refinamiento estético que impregna su discurso obedece por un lado a los parámetros del modernismo, en cuanto se ocupa de la potencia innovadora del lenguaje; pero por otro lo desborda y supera a través de la intención integradora de diversas estéticas y géneros, ideales y visiones sobre el mundo; todo ello vertebrado en una ética que no admite claudicaciones, aquiescencias o imitaciones de ninguna índole. Y esto es lo que permanece a veces soterrado, hundido o sobrepujado por la arrolladora trama y el recargado ornato exterior de la forma lingüística.

Debe tenerse en cuenta, además, que el particular mensaje ético que impregna el significado general de su obra, implica una constante apelación a la superación del ser humano por la vía del mensaje cifrado en clave de universalidad, como para que trascienda no solamente aquel utilitarismo y aquella “nordomanía” que tan acerbamente denunciara, sino también las momentáneas o circunstanciales perspectivas de tal o cual enfoque sobre los grandes problemas que aquejan a los americanos[7]. Si la realidad es por esencia, transformación y creación –y ello es objeto de profundas reflexiones en Motivos de Proteo-, el ser humano no puede permanecer atado a rígidas concepciones sobre sí mismo y sobre su entorno, así como tampoco puede permanecer ajeno e insensible a los riesgos potenciales cifrados en el empuje imperialista de un pueblo como el norteamericano, que Rodó consideraba cultural y espiritualmente extraño al ser latinoamericano.

Supo el autor en fin, a lo largo de toda su producción, mantenerse fiel a sí mismo. Entendió esencial la formación del americano como sujeto integral, capaz de pensar de manera original y propia, de sustentar una crítica y una acción consecuentes con la reflexión, y de tomar decisiones responsables y autónomas. Sobre todo, apeló a la búsqueda de la verdad, aún cuando ello pudiera implicar el enfrentamiento con las más aceptadas y consolidadas proposiciones de su época. Estas ideas, reiteramos, recorren la totalidad de su obra, tanto en su dimensión literaria como en la periodística, la política y aún la filosófica.

Nos ofrece, en la parábola “La despedida de Gorgias[8] –tan reiteradamente citada y, sin embargo, tan pobremente comprendida-, su idea de la verdad. En esa cena, Gorgias procura demostrar a sus discípulos el profundo error que implica el intentar permanecer fieles a sus enseñanzas; deben, en todo caso, guardar afecto hacia su persona y no hacia su doctrina. “La verdad que os haya dado no os cuesta esfuerzo, comparación, elección; sometimiento libre y responsable del juicio, como os costará la que por vosotros mismos adquiráis, desde el punto en que comencéis realmente a vivir”. De ahí el brindis que Gorgias enuncia: “¡Por quien me venza con honor en vosotros!”. La idea de victoria es complementaria a la de lucha. Ello supone, en el sentido señalado por las filosofías contemporáneas de la sospecha, la confrontación de dogmas reverentemente instalados en nuestras conciencias más en orden a construcciones arquetípicas que en cuanto verdaderos productos racionales de reflexión e interpretación.

Tal ejercicio crítico alude no solamente a la ya mencionada idea de responsabilidad por el pensar propio –aquel sapere aude kantiano tan hondamente vinculado a la responsabilidad ética y estética- sino también al rigor y vigilancia continua del proceso creador[9]; tarea que impone, en aras de la persecución de la verdad y la autenticidad, la revisión de nuestros pensamientos, ante el peligro que acecha desde la sombría y vaga región en que moran los ya mencionados arquetipos. Cabría preguntarse en este punto si los géneros mismos –literarios, filosóficos, estéticos- no constituyen otras tantas construcciones más o menos estereotipadas de la realidad, que en su absurda pretensión de dar fijeza al mundo, suelen caer en la mutilación o negación de las formas de la vida; ya que –como señala Jorge Luis Borges con su característica e irónica puntería- “sólo Dios (cuyas preferencias estéticas ignoramos) puede otorgar la palma final[10].

Así, Rodó expresa en sus Bosquejos para los Nuevos Motivos de Proteo: “No hay géneros: hay obras… Hay obras que crean su género, que son género único…”[11].

Este es tal vez uno de los motivos por los que, a pesar de los pesares, la crítica internacional y la uruguaya nunca permanecieron indiferentes al pensamiento de Rodó, y así ha sido estudiado en nuestro país, entre otros, por Roberto Ibáñez, Arturo Ardao, Emir Rodríguez Monegal, Mario Benedetti, Carlos Real de Azúa y Eugenio Petit Muñoz.

En particular Roberto Ibáñez (1967:14) refiere al “optimismo heroico” de Rodó, en contraste con la visión ciertamente tergiversadora y por lo mismo difamante que del escritor han dado muchos críticos[12]. Desde su labor como creador y continuador del Instituto de Investigaciones y Archivos Literarios, se dedicó Ibáñez a rescatar una enorme parte de la obra inédita de Rodó, contenida en miles de documentos guardados por los hermanos del escritor en latas de galletas, cajas de cartón y otros precarios recipientes. La selección de tales escritos fue editada por Ibáñez bajo el nombre Otros Motivos de Proteo, y coadyuvó a echar luz sobre aristas inesperadas e inquietantes del pensamiento rodoniano.

En referencia al optimismo heroico del escritor, expresa Ibáñez que se ha dado en su obra una permanente lucha contra la desesperanza y el pesimismo nunca señalada con suficiente énfasis. Sobre el principio de personalidad, señala que hay en Rodó una apelación a “un prójimo íntimo, para incitarlo a crearse incesantemente, por lúcida participación de la voluntad y la esperanza en la obra de la necesidad, o a rehacerse con paralela disciplina, en el agotamiento y el fracaso[13]. Tal es el significado del “Reformarse es vivir” y su complementario “cambiar sin descaracterizarse”; es decir, sin traicionar la originalidad que nos ha otorgado la naturaleza.

Rodó expresa en sus Bosquejos: “Ofrezco a los demás la manera cómo triunfo de mí mismo en la lucha… No se ve el pecho negro del pájaro: se ve la pluma blanca del pájaro negro. Son los momentos triunfales –los grandes- los que deben… tenemos que hacer como los marinos: perdidos sobre el mar, animarnos unos a otros en medio de la tempestad deshecha…”. Y agrega más adelante: “Sofoqué para los demás el grito de mi cobardía hasta encaramarme otra vez sobre la roca y allí, de nuevo, lanzar el grito de triunfo y el saludo al sol, irguiéndome en toda mi talla para que los otros náufragos que luchan me viesen…” (III, 47).

Hay en estas palabras un rotundo llamado a la causa común; hay la expresión de un nosotros y de un otro (revelado en la frase “para los demás”) enmarcada en cierta historicidad desde la que el sujeto interactúa con otros en un universo discursivo y en una trama vital signada por la peripecia. Hay, en fin, una marcada apelación ética a la solidaridad y a la salvación a través de la obra colectiva. En Motivos de Proteo, señala: “Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos (...) Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes (...) Muertes cuya suma es la muerte; resurrecciones cuya persistencia es la vida[14].

Esto implica, para el pensamiento americano, la sacudida de dogmas reverentemente instalados, más en orden a construcciones arquetípicas que en cuanto verdaderos productos de reflexión e interpretación crítica de la propia e intransferible realidad. La invocación a un sujeto comprometido con la causa de la vida y enfrentado a sus propias posibilidades alude a “lo que está en ti y en ninguna parte sino en ti: tierra que para ti sólo fue creada; América cuyo descubridor posible eres tú mismo…” (XVIII).

Puede vincularse el apasionamiento de estos párrafos con la invocación a la lucha por una causa que es, por esencia y por vocación, americana. En Rodó se asume con nuevos bríos la vieja reivindicación de la conciencia continental que aparece ya en Simón Bolívar, Andrés Bello, Bautista Alberdi y otros pensadores de comienzos y mediados del siglo XIX, y que resurge a fines de esa centuria en el discurso de Ruben Darío, Roque Saenz Peña y José Martí[15], entre otros.

Sin embargo, no debe verse este llamado como una mera y en todo caso absurda oposición latinoamericansimo-sajonismo o espiritualismo-utilitarismo, sino como una exhortación a buscar el camino, la originalidad y la verdad propias, en tanto particularidades distintivas de cada ser humano, de cada generación y de cada pueblo. Acaso porque Rodó vislumbró las dificultades que para el cumplimiento de esos objetivos entrañaba la profunda diversidad cultural, social y política de América, promovió una búsqueda de la verdad que transita por canales ciertamente universales, al enlazarse fuertemente con las angustias del ser humano por su salvación. Ello incluye, en el marco de la ya aludida diversidad, la tolerancia y el respeto hacia las ideas del otro y hacia las manifestaciones de su ser, y la prevención -que podríamos denominar metodológica- de que los estereotipos sobre el amor, la belleza y la estética están llamados a obstruir, más que a mostrar, la aspiración suprema a la verdad. De ahí la apelación –que ya surge en su Ariel- al esfuerzo intelectual, a la comparación, a la elección, y al sometimiento libre y responsable del juicio.

Nota:

[1] Real de Azúa, Carlos (1967) El problema de la valoración de Rodó. En Cuadernos de Marcha, Nº 1, Mayo de 1967. Montevideo.

[2] Ibídem. Pág. 72

[3] Canfield, Martha (2000) Persistencia del mensaje ariélico. Prólogo. En Ariel, edición de la Biblioteca Nacional y del MEC. Montevideo.

[4] Señala María Gracia Núñez que, “bajo el punto de vista de Ardao, las fases “americanistas” que se distinguen en la obra de Rodó “no se sustituyen, etapa por etapa, sino que se adicionan sin desaparecer ninguna, de suerte que a través del proceso se va integrando en una sola unidad el conjunto de su americanismo a secas” (1970:17)”. En José Enrique Rodó. Metamorfosis del crítico. El americanismo literario. http://letras-uruguay.espaciolatino.com/nunez/rodo.htm

[5] Devoto, F. (1992) Entre Taine y Braudel. Itinerarios de la Historiografía Contemporánea. Bs. As. Biblos

[6] Denuncia que, por otra parte, tuvo en su momento una verdadera resonancia continental. Rubén Darío proclama ya en 1898: “No, no puedo, no quiero estar de parte de esos búfalos de dientes de plata. Son enemigos míos, son los aborrecedores de la sangre latina, son los Bárbaros” (artículo publicado en El Tiempo de Buenos Aires, el 20 de mayo de 1898, recogido en la edición crítica de Carlos A. Jáuregui, “Calibán: icono del 98. A propósito de un artículo de Ruben Darío” y “El triunfo de Calibán”, Edición y Notas. Balance de un siglo (1898-1998). Revista Iberoamericana. Número especial. Coord. Aníbal González. 184-185 (1998:441.455).

[7] Recuérdese que Proteo es el dios de las metamorfosis constantes.

[8] Motivos de Proteo, fragmento CXXVII.

[9] Real de Azúa, Carlos. Op. Cit.

[10] Borges, J. (2005) El duelo, en El informe de Brodie. Ed. La Nación. Bs. As.

[11] Bosquejos para los Nuevos Motivos de Proteo. VIII:29.

[12] Ibáñez, Roberto (1967) El ciclo de Proteo. En Cuadernos de Marcha. Nº 1. Mayo. Montevideo.

[13] Ibáñez, Roberto (1967) El Ciclo de Proteo. Marcha. Nº 1. Mayo. Pág. 25.

[14] Rodó, J. (1909) Motivos de Proteo. Editorial Santiago. Santiago de Chile 2000.

[15] “El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en el hombre y desconfiar de lo peor de él”. Martí, J. (1890) Nuestra América. Ediciones de La Plaza. 1988.