Piedra Libre.


Piedra escrita

Bajo la piel de piedra temblaba una escritura.
Levanto las estrías como pétalos, pluma de sangre para no haber sabido.
La escritura no sabe que en esa piedra se derramaba mi azarosa infancia,
el eco negro de su campanario. Ese viento y su voz
desapacible se me caen al pie de lo desnudo. Huyeron ojos ciegos
por el borde. Nadie me explicará las razones sin dedos de la veta de piedra,
su orfandad de prestarme acaso una ventana para decir mi vida,
o toda vida que vino alguna vez a tocar puerto en mi costado
de lanas nocturnales.
Descifro el pliegue blanco de esta corteza dura.
Debajo un palomar crepitaba en su espuma de cáscara de cuarzo,
casi huevo, sudor de nigromante.
Y más abajo se acostaba el mar sobre el sexo erizado del desierto,
desenvolvía voces diminutas, cacareos de un pájaro quebrado.
Exprimida la orilla de la piedra, queda un temblor de letras
sacudiéndose al aire la cabellera antigua, como claror de peces.
Desapacible es la escritura. Región de otro diluvio, de cuando las historias
vaciadas de su centro, sin huella de mi huella,
ojo vacío de callado gemido donde no puedo ser
sin dejar de escribirme.

Rituales

Adentro de las luces, los rituales sagrados del despojo,
vidriería templada para el viaje mesiánico de un gran espejo en fuga.
¿Dónde estaban entonces los deseos?
Acaso martilleaban su grito de orfandades gloriosas para oído de nadie,
para su solo infierno de mecerse pidiendo, tan a oscuras.
Adentro la vorágine de la ciudad de dios preñada de colores y de tiendas,
línea de las trincheras por sed de mercaderes.
Afuera la acechanza de las alcantarillas, el rumor del osario que el gran dedo apartó
de su costado.
Nadie levanta el velo de vidrio acribillado,
nadie mira debajo de la mesa, o sobre los aullidos de la danza frenética.
Cazadores sin dientes vienen por el tesoro y deslizan sus tarjetas magnéticas
en la raíz carnívora de los supermercados. ¿Dónde estaban entonces los deseos?
Afuera templa el tiempo sus buitres de hojarasca. Sólo el idiota insomne
vela desde el pellejo de las puertas cerradas, amontona despojos
de cuando toda guerra.
Parece que la piedra de los menesterosos no se muere de muerte.
Umbría yace, con su lomo de toro mutilado y aquel hedor salvaje
de la noche en un labio.

El hombre de la arena

Ponía arena en los ojos de los niños. Subía desde una cierta ausencia
de terciopelo negro, luto para nodrizas y muertos de la noche.
Sabía de relojes, no de arena, sino de duro péndulo de bronce,
violador fantasmal de sudores insomnes, de los que pierden almas
o estremecen inocencias oscuras.
Para los que no duermen viene el hombre de arena. La luna dejó su gran color en el fondo cerrado
del ropero, y se sentó a esperar temblando entre las sombras.
Por mares incendiados pasa el hombre de arena,
y los muros se callan. Tiene que estar allí la voz de la tormenta,
tiene que estar allí la salvación de padre, la maldición de abuela,
su escoba redentora aventando las briznas de este miedo.
Pido un sonido, pido un solo sonido.
Que venga el agua para horadar la piedra, su címbalo
de siglos, hasta que sangre el agua y amanezca.

El animal prehistórico

Imposible jinete pretende cabalgarlo. La portentosa talla
de ese animal estigma de la veta coral de la arenisca
se desploma de alquimia sobre los visitantes. La lóbrega caverna
tiende apenas un dedo de advertencia.
No más ensoñaciones para el toro de piedra, el venado de piedra,
la abeja milenaria de dulcísima muerte. Una brizna de
sudor inconcluso cae de los silencios
como una estalactita.

Un café travertino

Estábamos en el jardín umbrío de la mesa, entre flores nocturnas
abiertas sobre el mármol, sus grietas amarillas casi cera de niebla.
La taza ardió de luto y el luto sonreía bajo el latido tibio de tu frente,
ya cómplice sudario para envolver la escarcha del azúcar
que voló de tus dedos como una profecía,
lluvia de fuego blanco de cuando la tormenta.
Qué murmuró la tierra para decir el parto de los granos oscuros,
por dónde la semilla de la inocencia negra decidió su bautismo
de agónica molienda.
Qué manos deshojaron las hojas de esa historia para venir a dar
al pie de esta palabra. Olfateo sin pausa
la cáscara lechosa de la taza, y más abajo aún, por donde no me miro,
olfateo el motín de raíces en fuga, el grito de la tierra moteado de canícula.
Hay una urgencia verde que reclama mi lengua desde su propia muerte,
ahora que te escucho saltar desde el abismo (como un ciervo asombrado
desde su lago helado,
sobre la desmesura del mármol travertino/ y venir hacia mí
desandando el sonido de un sorbo de café deslizado en orgía
bajo la viudedad sin par de la garganta.

Las siete cabezas del rey de los ratones

Había una vez una casa de piedra, un palacio danzante,
movediza razón de cristales cautivos, tiesa relojería
por donde se asomaban cortesanos azules,
y los cisnes yacían en su lago de espejos, breve tumba de claridad mecánica.
Usted era la niña que miraba, y era el ojo que más atrás de la niña miraba,
y la peluca de cristal, colocada en su plinto de primoroso ébano,
y usted era el jadeo de codicia, el deseo violeta de los dientes menudos,
y era el susurro de esos pequeños dientes para después del gozo,
para antes de la fiebre, infancia escarlatina, tibio plumón de sangre.
Por debajo la garra que exploraba la seda de los muslos, la corona de plata y el latido. Acuérdese del tiempo
de cuando toda infamia disfrazada de madre, de caudaloso lecho
y aquel olor a lengua azucarada. Cierre los ojos
y desnude el silencio, para cuando el tumulto de feroz inocencia,
de nunca más y siempre,
de perversa tersura almidonada.

La ola

pero está todavía
temblando en el oído/ el incierto sonido de la ola
del eterno retorno (y no será posible callar la lengua antigua/
la que cae en el ruedo de un silencio espantado/ acaso adormecido
si se desploma el tiempo sobre el lento regreso de la ola
si están todas las cosas esperando de pie bajo el dintel del día
con un furor de redes caracoleando el pulso de aquel clarín de guerra
de aquel tambor de guerra que tocaba a rebato/ para la arena
para los leones
si hay que salir lo mismo/ a pesar del estruendo de piedra de los dientes/
porque retorna el tiempo sobre esa negra ola/
la cuestión es entonces dejar de sentir miedo
meter el miedo como una bala negra en el ojo infinito de este fusil de tiempo/
dispararle el aullido/ como para romperle los huesos a la muerte.